La humanidad ha caminado gran trecho desde aquellas remotas edades durante las
cuales el hombre vivía de los azares de la caza y no dejaba a sus hijos más herencia
que un refugio bajo las penas, pobres instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la
que tenían que luchar para seguir su mezquina existencia.
Sin embargo, en ese confuso período de miles y miles de años, el género humano
acumuló inauditos tesoros. Roturó el suelo, desecó los pantanos, hizo trochas en los
bosques, abrió caminos; edificó, inventó, observó, pensó; creó instrumentos
complicados, arrancó sus secretos a la naturaleza, domó el vapor, tanto que, al nacer,
el hijo del hombre civilizado encuentra hoy a su servicio un capital inmenso,
acumulado por sus predecesores. Y ese capital le permite obtener riquezas que
superan a los ensueños de los orientales en sus cuentos de Las mil y una noches.
En el suelo virgen de las praderas de América, cien hombres, ayudados por poderosas
máquinas, producen en pocos meses el trigo necesario para que puedan vivir un año
diez mil personas. Donde el hombre quiere duplicar, triplicar, centuplicar sus
productos, forma el suelo, da a cada planta los cuidados que requiere, y obtiene
prodigiosas cosechas. Y en tanto el cazador tenía que apoderarse en otro tiempo de
cien kilómetros cuadrados para encontrar allí el alimento de su familia, el hombre
civilizado hace crecer con menos fatiga y más seguridad, en una diezmilésima parte de
ese espacio, todo lo que necesita para que vivan los suyos. Cuando falta sol, el hombre
lo reemplaza por el calor artificial, hasta que logre producir también luz que active la
vegetación. Con vidrios y tubos conductores de agua caliente, cosecha en un espacio
dado diez veces más productos que antes conseguía.
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